Si hay algo que podemos rescatar de la reacción mundial de repudio ante el Dalai Lama y su actuar reciente, es que por fin muchos comenzaron a hablar sobre el consentimiento en los niños. Pero llamarlo abusador infantil, pedófilo o depredador es no sólo ignorante, sino que demuestra nuestra propia hipocresía. Nos estamos tapando los ojos frente a una actitud común de la que hemos sido casi todos, al menos testigos.
¿Cuántas veces le hemos pedido a nuestros hijos que abracen al tío, besen a tal amiga o a quien sea? ¿Cuántas veces hemos recibido un abrazo de un niño, obligado por otro adulto?
La "brújula moral" de los niños, es decir, lo que adoptan como verdad absoluta, es la que le entregan sus padres. En la adolescencia se orienta hacia lo que dicen sus amigos y, de adultos, lo que dice la ley, la religión o su propio sistema interno de creencias. Es por esto que los niños no son capaces de dar consentimiento. Muchos no tienen aún la capacidad para chequear internamente sus límites y desafiar lo que propone un adulto.
Pedirles que establezcan contacto físico con otros, sobretodo que no conocen, es dañino. Esta actitud tan común en los adultos hacia sus hijos, si es reiterada, le enseña al niñ@ a que sus límites no son importantes. Pierden contacto con sus propios instintos, con el mecanismo interno regulador que lo acerca de lo sano y lo aleja de lo perjudicial, y es reemplazado por la opinión externa. Con el tiempo, puede no ser capaz de decir "no" frente a la demanda de un otro. Si lo que queremos es protegerlos de potenciales abusos, lo primero es no forzarlos a que toquen o que se dejen tocar por nadie. Como regla general, sólo podemos pedirles a que den la mano.
Que lo que acabamos de ver en el Dalai Lama sirva como un espejo para observarnos a nosotros mismos. L@s niñ@s no vienen a este mundo a darnos cariño. La única persona a la que le podemos solicitar contacto físico es a otro adulto, que sí tiene la capacidad para darnos un honesto y responsable "sí" o un "no".
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